Hubo un tiempo en que algunas de aquellas criaturas
asolaron a su paso majestuosos castillos y los portentosos ejércitos de los más
orgullos y altivos reyes. Hubo un tiempo en que aquellas historias infundían
tal temor al ser narradas que solo el mero hecho de oír aquellos nombres
enfriaban el espinazo de los caballeros más audaces. Ese respeto que infundían
aquellas quiméricas criaturas engalanan hoy día las sobrias camisetas de esta
suerte de dragones de Hortaleza.
Los dragones del Hortal no son como aquellos que
asolaron el norte de la vieja Europa, sus batallas son más prosaicas, pero no
por ello carecen de injundia. Estos dragones salpican sus negros torsos con
los vivos colores de la bandera etíope, calzan botas y custodian como tesoro
más preciado una almendra de cuero por la que se dejarían algo más que unas
alas. Luchadores con bucal tan
insignificantes o espléndidos como los héroes de Stalingrado o
Aljubarrota, que libraron bajo el sol, o anegados bajo la lluvia, sus
particulares batallas.
Si os hubierais acercado
un instante a aquellos vestuarios donde reposaban nerviosamente estos hombres,
os hubierais creído estar frente a algún suntuoso y radiante altar, uno de
aquellos donde se exhiben nobles imágenes y portentosas figuras de culto.
Presentes allí, en sus improvisados aposentos, la mano del Destino tenía
sujetas todas sus almas.
Apenas unos metros les separaban
de su cometido, una responsabilidad que les abrumaba y encandilaba a partes
iguales. El reconfortante calor de su antesala, ya les quemaba; la amplitud del
espacio, ahora les agobiaba; la angustia de la incertidumbre que
les hastiaba la noche anterior, el recuerdo de emocionantes retos pasados; todo
esto constituían estímulos que impulsaban sus corazones.
Allá, en el campo, después de
agradables minutos bregando contra las adversidades, contra las más rudas
faenas, de esas que te quiebran las muñecas y te nublan la vista, cuando
respiraban para apartarse el barro de la cara que no les dejaba
ver, o se quitaban el bucal para poder escupir, todos escuchaban nuevamente los
reclamos de sus compañeros, pues su lealtad se escribía con mayúsculas. Y la lealtad de los dragones es
monolítica, indivisible.
Sin tiempo un solo instante para
retraerse cada uno en su particular tabernáculo del alma, surgía, como ese
viejo fantasma que les mantiene despiertos, la sensación de tener que estar
preparados para de nuevo ajustar la mirada hacia ese diferente mundo al que
acuden con temeraria sonrisa todas las semanas.
Tras ello, hermanados, acudían a la cantina con el fin de aliviar pesares
y rememorar metas recién conquistada. Al son de vetustas hazañas, regaban sus
gaznates, de los cuales brotaban estridentes alaridos, convertidos en
reconfortantes cánticos para la ocasión. Lo único que deseaban para
completar el cuadro era algo fuerte para beber, porque si lo hubiesen tenido se
habrían emborrachado y se habrían puesto sentimentales o enloquecidamente
furiosos.
No, quizás no sea del todo así. En
realidad, no necesitan beber nada. Estaban embriagados de solo pensar en jugar
de nuevo un partido de rugby.
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