viernes, 14 de marzo de 2014

Las crónicas del dragón



Hubo un tiempo en que algunas de aquellas criaturas asolaron a su paso majestuosos castillos y los portentosos ejércitos de los más orgullos y altivos reyes. Hubo un tiempo en que aquellas historias infundían tal temor al ser narradas que solo el mero hecho de oír aquellos nombres enfriaban el espinazo de los caballeros más audaces. Ese respeto que infundían aquellas quiméricas criaturas engalanan hoy día las sobrias camisetas de esta suerte de dragones de Hortaleza.


Los dragones del Hortal no son como aquellos que asolaron el norte de la vieja Europa, sus batallas son más prosaicas, pero no por ello carecen de injundia. Estos dragones salpican sus negros torsos con los vivos colores de la bandera etíope, calzan botas y custodian como tesoro más preciado una almendra de cuero por la que se dejarían algo más que unas alas. Luchadores con bucal tan insignificantes o espléndidos como los héroes de Stalingrado o Aljubarrota, que libraron bajo el sol, o anegados bajo la lluvia, sus particulares batallas.

Si os hubierais acercado un instante a aquellos vestuarios donde reposaban nerviosamente estos hombres, os hubierais creído estar frente a algún suntuoso y radiante altar, uno de aquellos donde se exhiben nobles imágenes y portentosas figuras de culto. Presentes allí, en sus improvisados aposentos, la mano del Destino tenía sujetas todas sus almas.

Apenas unos metros les separaban de su cometido, una responsabilidad que les abrumaba y encandilaba a partes iguales. El reconfortante calor de su antesala, ya les quemaba; la amplitud del espacio, ahora les agobiaba; la angustia de la incertidumbre que les hastiaba la noche anterior, el recuerdo de emocionantes retos pasados; todo esto constituían estímulos que impulsaban sus corazones. 


Allá, en el campo, después de agradables minutos bregando contra las adversidades, contra las más rudas faenas, de esas que te quiebran las muñecas y te nublan la vista, cuando respiraban para apartarse el barro de la cara que no les dejaba ver, o se quitaban el bucal para poder escupir, todos escuchaban nuevamente los reclamos de sus compañeros, pues su lealtad se escribía con mayúsculas. Y la lealtad de los dragones es monolítica, indivisible.

Sin tiempo un solo instante para retraerse cada uno en su particular tabernáculo del alma, surgía, como ese viejo fantasma que les mantiene despiertos, la sensación de tener que estar preparados para de nuevo ajustar la mirada hacia ese diferente mundo al que acuden con temeraria sonrisa todas las semanas.


Tras ello, hermanados, acudían a la cantina con el fin de aliviar pesares y rememorar metas recién conquistada. Al son de vetustas hazañas, regaban sus gaznates, de los cuales brotaban estridentes alaridos, convertidos en reconfortantes cánticos para la ocasión. Lo único que deseaban para completar el cuadro era algo fuerte para beber, porque si lo hubiesen tenido se habrían emborrachado y se habrían puesto sentimentales o enloquecidamente furiosos. 

No, quizás no sea del todo así. En realidad, no necesitan beber nada. Estaban embriagados de solo pensar en jugar de nuevo un partido de rugby.


No hay comentarios:

Publicar un comentario